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Muy feliz mamá, compañera, amiga, profesora, psicóloga, ex-bombera ... y una gran aventurera! Agradezco siempre de corazón el ser quien soy y por todo lo que recibo día a día de la vida. "Aprendedora" , quiero aprender mucho de todo y de todos, compartir lo que sé y lo que me gusta, explorar lo nuevo y lo que no conozco, respetar y comprender lo diferente, y aquello que elijo libre para mi vida ......... disfrutarlo plenamente!

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6 de marzo de 2008

rala llovizna

Siguiendo con mis divagaciones sobre nuestros hábitos de aseo personal, pensaba en cómo sería mi vida en este aspecto si viviera en otro tiempo.
Me queda claro que sin moverme de esta época y sólo cambiando de lugar, la cosa puede ser muy distinta. No me veo viviendo, ni a lo que parece ser es la usanza francesa, ni tampoco remojándome y compartiendo el placer de la inmersión en grupo en un humeante ofuro japonés.
Muchas veces pienso en cuanto me gustaría vivir hace siglo y medio, en una vida más tranquila y sencilla ... y mi único reparo va por el lado de los hábitos de aseo. Creo que me sería fácil renunciar a todos los adelantos que implica la vida urbana moderna (más aún no sabiendo que existen, claro) ... ¿pero a una buena ducha? ¡Qué difícil!

Bueno, imagino que en la época de las cavernas la cosa no debía ser muy higiénica, no al menos en los términos en que lo entendemos ahora.
Leo y averiguo sobre lo que sigue.
En el antiguo Egipto los baños si eran importantes y prolongados, preparados por los sacerdotes con aceites sagrados que humectaban y protegían la piel de la sequedad y el calor. Los más poderosos, tenían esclavos que los ayudaban exclusivamente a hacer estos baños lo más placenteros posibles. Los más pobres, humectaban su piel con aceite de ricino, menta y orégano. A pesar de las diferencias sociales, ningún egipcio se privaba del baño diario.
En Grecia y Roma antigua, también se le daba importancia a la higiene personal, que además servía de purificación y era asociada al placer. Los más ricos tenían en sus casas recipientes cincelados, llenos de agua para bañarse. Los griegos y especialmente los romanos, iban a inmensos recintos públicos donde se daban largos baños colectivos, bajo la protección de la diosa de la salud, Higiea (de quien proviene la palabra higiene), y con una serie de sales, aceites y cremas aromáticas, acompañados de masajes que completaban el ritual. Definitivamente el carácter público del asunto no me haría sentir muy cómoda, creo.
A los primeros cristianos, en cambio, el gusto por el baño les parecía una actitud vanidosa y trataban de evitarlo para ganar así en santidad. Asociaban los locales de baños romanos con el pecado y la perversión.
En la Edad Media, definitivamente, los pesados y cubridores trajes, no iban propiamente sobre una siempre limpia y liberada piel. Se usaban los baños, pero sobre todo perfumes y se arreglaba mucho el pelo. En los conventos y monasterios, el baño se practicaba dos o tres veces al año, en vísperas de fiestas religiosas como la Pascua o la Navidad. Y se supone que el número de baños de quienes no vivían en los conventos no era mayor. Las ciudades medievales tenían baños públicos, pero la iglesia los consideró como lugares de mala reputación. En las zonas de clima frío, se pensó en la excesiva limpieza como algo insano, además de un acto frívolo reprobable. En esa época era que se gritaba "¡Agua va!" avisando que de alguna ventana saldría los contenidos de un orinal hacia la calle. ¡Recibir esa lluvia si no se lo deseo a nadie!
Los caballeros que volvían de las Cruzadas, conocieron el baño caliente entre los musulmanes, que eran mucho más aseados en ese entonces que los cristianos.
Durante el Renacimiento, los baños se hicieron aún más raros, pues la población estaba desconcertada por pestes y enfermedades que se propagaban sin saber como y lo atribuían al baño. La reina Isabel de Castilla manifestaba sentirse orgullosa de haberse bañado sólo dos veces en toda su vida. ¿Se imaginan?
En el siglo XVI, había la teoría de que el agua, sobre todo caliente, debilitaba el organismo, y que al entrar por los poros al interior del cuerpo podía trasmitir terribles enfermedades como la sífilis. También se pensaba que una capa de suciedad sobre la piel garantizaba protección frente a las enfermedades. La higiene, entonces se realizaba, sin agua, con una toalla limpia que se frotaba en la piel, en las partes visibles del cuerpo. Se ponía más cuidado en el lavado de la ropa, y sentían que se “lavaban” cambiándosela con frecuencia, pues se creía que el tejido absorbía la suciedad del cuerpo. Cuanto más dinero tenía una persona, con mayor frecuencia cambiaba la ropa que llevaba puesta; pero la ropa exterior, pues incluso quienes se cambiaban seguido de camisa sólo se mudaban de ropa interior (si la usaban) una vez al mes. La Reforma protestante en este siglo desaprobó aún más la costumbre del aseo, y lo mismo la contrarreforma católica, por lo que la tradición del baño se perdió casi por completo en el mundo occidental cristiano y en las colonias americanas.
En el siglo XVII, un texto difundido en Basilea recomendaba que “los niños se limpiaran el rostro y los ojos con un trapo blanco, lo que quita la mugre y deja a la tez y al color toda su naturalidad. Lavarse con agua es perjudicial a la vista, provoca males de dientes y catarros, empalidece el rostro y lo hace más sensible al frío en invierno y a la resecación en verano". Georges Vigarello, autor de "Lo limpio y lo sucio", escribe que en Europa, "el rechazo al agua llegaba a los más altos estratos sociales. En tiempos de Luis XIV, las damas más entusiastas del aseo se bañaban como mucho dos veces al año, y el propio rey sólo lo hacía por prescripción médica y con las debidas precauciones". El Palacio de Versalles no tenía baños, pero sí una bañera de mármol encomendada por el propio Luis XIV como ostentación, pero en el más absoluto desuso.
Recién en el siglo XVIII (hace tan poco) se prohibe la práctica tan difundida de deshechar los excrementos por las ventanas de las casas. Goethe contaba que cuando estuvo alojado en un hostal en Garda, Italia, al preguntar dónde podía hacer sus necesidades, le indicaron tranquilamente que en el patio. La gente utilizaba los callejones traseros de las casas o cualquier cauce cercano. En esos años, las personas se bañaban muy pocas veces en la vida, el pelo se empolvaba en vez de lavarlo con agua y champú, y se caminaba dando saltos para no pisar los excrementos esparcidos por las calles. Napoleón le recomendaba a Josefina "llegaré en cinco días, no vuelvas a bañarte" (¡huácala!). La limpieza personal se hacía en seco, lavándose sólo las manos y la cara, las únicas zonas del cuerpo que se arreglaban. El resto, sólo se perfumaba para encubrir los malos olores y se tapaba con el vestido, que entre las clases adineradas daba lugar a grandes gastos como signo externo de distinción y posición social.
Es en el siglo XIX, se da la revolución del agua (¡viva, esa es mi época!), se incluyen las cañerías de desagüe en las casas y los WC. Se comienza a entender que la higiene personal puede ser una defensa contras las bacterias que se descubrían y contra las infecciones. Se difunde la importancia del lavado de manos y del aseo diario con agua y jabón, como prevención ante las enfermedades. Basándose en estudios de Luis Pasteur, en 1869, el escocés Joseph Lister, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Ya a ningún médico se le ocurría decir que bañarse era dañino para la salud. El doctor Merry Delabost, jefe médico de una prisión en Francia (no deja de ser irónico) inventó la ducha moderna en 1872, para darle a los presos una mejor higiene. En este siglo se industrializó y se popularizó el uso del jabón. A finales del siglo algunas casas de las clases altas ya disponían de cuartos de baño, con agua corriente y bañeras de madera, cobre o hierro; el resto de la población acudía a los baños públicos construidos por los ayuntamientos.
Sin embargo, a nivel de la población, no se generalizó esta convicción (ni aún hoy). Sandor Marai, escritor que nació en 1900 en una familia adinerada, cuenta en su libro de memorias "Confesiones de un burgués" que durante su infancia existía la creencia de que “lavarse o bañarse mucho resultaba dañino, puesto que los niños se volvían blandos”. En esa época, la tina era un objeto más o menos decorativo que se usaba “para guardar trastos y que recobraba su función original un día al año, el de San Silvestre. Los miembros de la burguesía de fines del siglo XIX sólo se bañaban cuando estaban enfermos o iban a contraer matrimonio”.

Todo es cuestión de cuando y donde vivimos y de qué creamos y optemos por hacer. Actualmente sabemos cómo es y qué posibilidades tenemos. Todo esto empezó con mi divagación acerca de un hábito que disfruto y considero bueno y necesario.
¿Cómo será esto en unos años? Más aún con la amenaza inminente de que el agua no será un recurso fácilmente asequible...

Vuelo e imagino una escena en el 2108: un grupo de personas que luego de su tercera exfo-depilación musicalizada del día comentan: "¿y hace 100 años que no hacían esto? ¡qué aaasco!!! sólo se mojaban, gastando un montón de agua ¡imagííínate!, y se refregaban una cosa llamada jabón y ya. ¡¿Cómo podían???! Y se quedaban así, con todas las células muertas encima, durante tooodo el día ... y con miles de vellitos llenos de gérmenes y ácaros!!! ¡Qué espaaantooo!"
Todo es posible ... hasta en la evolución de los hábitos y costumbres más básicos y cotidianos.

Fuentes:
http://www.hygiene-educ.com/sp/profs/histoire/sci_data/frame1.htm
http://www.portalplanetasedna.com.ar/que_sucios00.htm
http://www-ni.laprensa.com.ni/cronologico/2004/marzo/04/revista/
http://alkashopha.blogspot.com/2007/12/historia-del-aseo.html
http://www.almargen.com.ar/sitio/seccion/cultura/banos/
http://ar.geocities.com/atermasdayman/IN-TERMAS/historia.htm